15 de octubre de 2012

Enzo Bianchi: El fuego del Concilio arde todavía

Enzo Bianchi
Enzo Bianchi —prior del monasterio ecuménico de Bose, fundado el mismo día de la clausura del Concilio Vaticano II e íntimamente impregnado por el espíritu conciliar de diálogo, apertura y renovación— propone en estas líneas una mirada memoriosa y esperanzada del Concilio y su actualidad. Vale la pena leer con atención las palabras de este hombre comprometido en el largo —y a veces arduo— camino del acontecimiento conciliar y los cincuenta años de su recepción y puesta en práctica.


El fuego del Concilio arde todavía*


Los acontecimientos estrechamente ligados al Concilio Vaticano II —y simbólicamente representados por el conjunto de realizaciones, de todo el trabajo precedente y de su difusión universal— ocupan un período de siete años, desde el anuncio hecho por el Papa Juan XXIII el 25 de enero de 1959, a la solemne apertura el 11 de octubre de 1962, hasta la conclusión presidida por Pablo VI el 8 de diciembre de 1965. Esto hace que los aniversarios significativos se multipliquen y, con ellos, las ocasiones para hacer memoria de aquel evento eclesial definido por Juan Pablo II como «la mayor gracia del siglo XX», en cada una de las fechas marcadas por una especificidad propia. Entonces, en el 50 aniversario de la apertura del concilio que recordamos en estos días, valdría la pena detenerse a considerar sobre todo las expectativas y esperanzas suscitadas por aquella reunión, dejando la reflexión sobre los documentos conciliares en sí y su interpretación y recepción para otros aniversarios más apropiados.

¿Cómo ha vivido la Iglesia los casi cuatro años entre el anuncio del Concilio y su apertura? ¿Y cómo ha percibido el mundo —la sociedad, la naciones, las culturas, las otras confesiones cristianas, las diversas religiones...— la gestación de este acontecimiento? No se trata de emprender aquí un análisis histórico de aquel período, de todos modos debido, sino de buscar discernir los «signos» de aquellos tiempos, de una estación eclesial y mundial signada por la esperanza, por la voluntad de no recaer en el terror y el horror de las dos guerras mundiales, por el deseo de salirse de las garras de un mundo bipolar empeñado en la guerra fría.

Así habla de aquellos años el Papa Juan en su alocución Gaudet mater ecclesia: después del anuncio del concilio «se despertó en todo el mundo un enorme interés, y todos los hombres comenzaron a esperar con impaciencia la celebración del Concilio. En estos tres años se ha realizado un intenso trabajo para preparar el Concilio, con el propósito de indagar más fiel y ampliamente cuáles son en nuestra época las condiciones de la fe, de la práctica religiosa, de la incidencia de la comunidad cristiana y sobre todo católica. No sin razón este tiempo de preparación del Concilio nos ha parecido un primer signo y don de la gracia celestial». Es a partir de estas reacciones y de haber visto ponerse manos a la obra también a obispos, teólogos y pensadores hasta entonces tenidos al margen, cuando no hostigados al interior de la Iglesia, que el Papa puede llevar tranquilidad a todos frente la errónea visión de los «profetas de desgracias, dispuestos a anunciar siempre lo nefasto, como si el fin del mundo fuera inminente».

¿Ilusiones de un Papa visionario? ¿Entusiasmo excesivo ante los tiempos modernos y sus posibilidades? Sí, como decíamos, nos atenemos a aquellos años, no se puede negar que estas esperanzas, estas esperas, eran las de tantísimos hombres y mujeres de todo el mundo y de muchos cristianos y católicos de toda edad: era como si el Papa hubiera dado voz a los deseos no expresados, como si hubiera reavivado el fuego del evangelio que seguía latente bajo las cenizas, como si hubiera permitido que sople el viento del Espíritu capaz de despejar brumas y nubes: ¿cómo no volver a pensar en aquella noche mágica, emblemática, del 11 de octubre de 1962, cuando también la luna se liberó de la nube que la escondía y sonreía a la inmensa multitud que, con antorchas encendidas, escuchaba la inesperada palabra de un padre bueno que cuida de sus hijos hasta acariciarlos en su infancia?

Era convicción del Papa Juan que «iluminada por la luz de este Concilio —tal es nuestra firme esperanza— la Iglesia crecerá en espirituales riquezas y, al sacar de ellas fuerza para nuevas energías, mirará intrépida a lo futuro. En efecto, con oportunas “actualizaciones” y con un prudente ordenamiento de mutua colaboración, la Iglesia hará que los hombres, las familias, las naciones vuelvan realmente su espíritu hacia las realidades celestiales». Se ve en estas palabras la constante atención por un anuncio renovado en vigor y creíble de la «buena nueva», custodiada por la Iglesia no como patrimonio celoso, sino como don para la humanidad. Y, junto ello, la particular atención por los «hermanos separados» (como eran llamados entonces los cristianos de otras confesiones) y por aquel mundo hebraico del que el Papa Roncalli había sabido escuchar el grito y al que había ayudado en la hora de la prueba más dramática: la institución de un especial «Secretariado para la unidad de los cristianos», la apertura de la asamblea sinodal a observadores de otras confesiones, el constante cuidado de no seguir pensando sin los otros o —peor todavía— contra los otros, lograron que las expectativas del pueblo católico se encontraran con las de creyentes y no creyentes de todas las latitudes, en una época en la que de la globalización no existía ni siquiera el nombre.

Hoy, a cincuenta años de la apertura de aquel acontecimiento de Iglesia, se puede constatar que permanecen todavía muchos problemas urgentes, nuevos y antiguos, y no ha disminuido la necesidad de una palabra eclesial fiel a la tradición pero capaz de ser comprendida y experimentada hoy. Hay y habrá siempre necesidad de diálogo, de conversación entre iglesias situadas en contextos socio-políticos diferentes y herederas de culturas paradojalmente siempre más «mestizas» y al mismo tiempo globalizadas. En este sentido, hoy como entonces, es necesaria una Iglesia de comunión, en la cual la sinodalidad —es decir, la capacidad y la voluntad de caminar juntos, de hacer syn-odos [griego: camino en común], sínodo— se manifieste como la modalidad cotidiana porque todos son sujetos responsables, según el antiguo principio eclesial: «Sobre aquello que atañe a todos, todos deben ser escuchados». Se podrá decir que todavía queda mucho del Concilio por realizar: es inevitable, dado que aquella reunión quiso hacerse eco del evangelio y el evangelio está siempre muy lejos de ser realizado plenamente; pero aquello que hace cincuenta años se encendió como un fuego en el corazón de los creyentes por ahora arde y no parece que esté camino a apagarse.

Enzo Bianchi
prior del monasterio de Bose


* Il fuoco del Concilio arde ancora, artículo original publicado en La Stampa, 14 de octubre de 2012, y reproducido en el portal del Monastero di Bose. Traducción de D. Burgardt para uso privado. Leer el texto original [italiano, enlace externo].


Foto: Sandro Goldoni.